domingo, 3 de junio de 2007

Hemiplegicamente

Una espada de plata le atravesó el cerebro, un instante, infinito, preciso, certero. Un rayo de dolor, intenso, caliente, pasajero, letal. Tembló, transpiró. Dardos eléctricos lo punzaban, en medio de un interminable mareo.

Por instinto se aferró a la garlopa, dejando de prestar atención al trabajo, se atascó la herramienta, saltó la térmica, la máquina freno.

Todo giraba, las imágenes se desdibujaban, hasta desaparecer, el blanco iba ganando todo. Un blanco que nunca había visto, un blanco tenue, débil, escalofriante, sin luz.

Solo un instante, no más que eso; y la vida en ese instante. Su vida, ese instante, se desplomó, cayó, se perdió.

Ríos de fuego penetraron sus venas, su brazo, le quemaba, le ardía, le molestaba, ese brazo, ¿su único brazo? Percibía el aire fresco, pero no tan puro como el que había estado respirando. La luminosidad blanca del ambiente se filtraba entre sus ojos apenas abiertos. Le pesaban los párpados y solo deseaba dejarse llevar por ese sopor que lo envolvía, que lo arrastraba.

Hacían algo con su cuerpo, pero no le importaba. Estaba entregado y no sabía a qué. Durmió, de eso estaba conciente.

La mañana, comenzaba a filtrase por la ventana de la habitación, no era su ventana, ni su habitación, tampoco su mañana. Se sentía extraño, por más que lo intentaba no podía mover la parte derecha de su cuerpo, es más ni siquiera la sentía.

Los olores no le resultaban familiares, percibía los olores, es más, lo impresionaban de una forma más vívida. Nuevamente se entregó al sueño, alentando la esperanza de no volver a despertar, no quería despertar, algo andaba mal allá afuera, pero no sabía qué. Pensó en su mamá, a la que no conoció. La necesitaba, se sentía abandonado nuevamente. Sólo, muy sólo y muy triste, el sueño pudo con él, sintió paz al dormirse.

Lo despertaron, una sombra humana levantaba un brazo, no era el suyo, porque no lo sentía, pero se parecía mucho al suyo. El pulgar tenía la uña larga de guitarrero. Su vida era el canto, la guitarra y el trabajo. Cantar, cantar, chacareras, zambas, vidalas; que el mismo componía.

El hombre saltó ese brazo, que cayó pesadamente sobre la cama, quedando junto a él.
La sombra humana se alejó, y pensó en el brazo, en la guitarra y en esa copla para una vidalita. Intentó tararearla y no pudo. Escuchaba la melodía en su cabeza pero no podía emitir sonido. Su agarrotada mandíbula se resistía al esfuerzo. Lloró, no comprendía. Notaba a cuerpo como una prisión. No entendía. ¿El brazo?, finalmente sería su brazo ¿qué había ocurrido?

Intentó levantarse, movió su pierna izquierda, pero sólo eso pudo. La otra mitad del cuerpo se declaraba en rebeldía. Se asustó, se acongojó, quería huir. ¿Qué nuevo sufrimiento le estaba preparando la vida? ¡Hay Diosito, no me abandones!, imploraba.

Entraron ellos, eran tres, parecían médicos. Le hablaban, apenas les entendía. Los veía preocupados, algo le querían decir. Solo escuchaba un murmullo. Intentó hablar, gritar, pedir ayuda. Solo le salió un quejido, seco, gutural, bestial, inhumano; ni una palabra. Lloró, lloró, delante de ellos. Uno de ellos lo tranquilizó, le tocaba el brazo, o eso le parecía. Se fueron sin más. Al rato se dio cuenta que tenía una sonda de suero en el brazo inerte.

Definitivamente la mañana invadía la habitación, comenzaba a sentir calor, pero no le importaba. Quería dormir, pero no podía, todos los dolores del alma le pasaban por delante, el abandono cuando niño. ¡Ay madre!, la infancia de trabajo ayudando a su padre de crianza en la carpintería vieja, la vida solitaria en San Miguel durante la secundaria. Su amor por Ana, y los mil y un desprecios del que fuera objeto. Nadie como Ana, lo hizo sentir más feo, más pobre, más estúpido, a pesar de ello la amaba, era su Ana, era a quien le cantaba en cada uno de sus poemas. Ana era el amor, el amor mismo. Bella, presumida, chiquilina, coqueta; se cansó de jugar con su ilusión, para luego mofarse, burlarse, despreciarlo en público. Y la amaba, ¿que extraño es el amor?, se preguntaba. Luego la vida, el trabajo, la partida de Ramón y Serafina –quienes lo criaron-; ellos lo querían de verdad; la soledad, la tristeza, y andar, andar, penando. Eso fue vivir, ¿y ahora?, su brazo, su cuerpo, su futuro, ¿para qué más? Quería salir, irse, no podía.

A media tarde, lo llevaron a otro sitio. Dos enfermeros lo sentaron en un sillón de ruedas y ahí comprendió. Se le derrumbó el mundo, se aniquiló. Estaba confirmando la gravedad de su estado, baldado, desprotegido, desamparado, ¿a dónde había caído? No quería pensar, no quería escuchar, quería estar solo con su soledad. Era prisionero en un cuerpo que no le servía.

La noche fue larga, estaba nervioso, desconectado. Se entretenía pensando en nuevas melodías, pero le aterraba la idea de no volver a cantar. Le respetaban por su canto, desde changuito. ¿Cómo vivir sin cantar? ¿Cómo sin guitarrear? Cosa simple si las hay en la vida, que le hacían vivir. Cuando cantaba volaba, trascendía, el alma le danzaba por el aire, sintiendo una inconmensurable alegría.

Comenzó a sentir nuevas y extrañas sensaciones. ¿Cuántos actos simples y cotidianos, quedarían en el recuerdo?, correr, trepar, cabalgar, andar en sulky, beber agua del río Cientos de actos, pequeños, comunes, insignificantes, …que ya no más.
¡Ay vida! porqué me la complica, exclamó en silencio. Se sintió inútil, reducido a un objeto, a un trasto arrumbado, se compadeció de su propia pena. Se abandonó a la tristeza y a la nostalgia, sus eternas compañeras.
Se comprendió vencido, devastado, pero fue solo un instante, hasta que lo rescato la esperanza otra amiga fiel y eterna, y cantó con su imaginación:

Vidita, vidita, vida,
otra vez me anda probando
ha sido dura, le digo,
pero aún tullido le canto.

Sabe bien de mi tristeza,
sabe bien lo que he penado,
no ha podido conmigo,
aún sigo esperanzado.


La melodía se apoderó de su ser. No podía moverse, no podía hablar, pero estaba cantando, escuchaba su voz. Estaba vivo.

No hay comentarios: